Un tijeretazo de arriba, otro de abajo...
Cuando suponía que la llegada del buen tiempo era puntual, me compré una camisa escocesa, sin estrenar, en el mercadillo de los sábados. No me la probé. Tenía las equis y las eles de siempre. La estrené días después para ir a la consulta de la A.T .S. ¡Que rabia! Me sentí como escayolado; los cuadros, tensos, parecían rombos. La enfermera, después de examinarme, dijo que la tensión, las pulsaciones, la glucosa... bien, pero “con los kilos te has pasado, no hay más que verte”, refunfuñó. Ni me pesó. Noté cómo miraba los botones, a punto de reventar. Así que hala, fuera cervecitas, tapas, cenas... No me quitó el apellido porque se distrajo desaconsejando el pan y el azúcar. Yo me disgusté, claro. Una semana antes había dejado de motu propio los cocidos, el chorizo de la orza y los huevos fritos, placeres desde mi crianza, y ella me salió con eso. A mí lo que me sienta mal es trasnochar, el recorte social y que suban los impuestos y los precios. Se lo dije, ni caso. “¡A caminar, ni coche ni bus ni metro!”, me espetó muy seria. Así voy, tarde a todos los sitios y con cara de lechuga lacia. Menos mal que no hay cuesta arriba sin cuesta abajo. La camisa ya había perdido algún mondongo cuando me encontré con mi amigo Amadeo, Amadeo Gil Márquez, el protagonista de “Habladurías”. Le confié el problema. Sin mostrar ningún interés por mis apreturas, me contó que había visitado varios pueblos en Semana Santa: las torrijas eran más pequeñas que otros años, y los chatos con menos vino que los zuritos vascos y sin aperitivo. Así están las cosas, añadió. Por lo mismo, los camiseros también meten tijeretazos a sus cortes: tira de arriba, dobladillo de abajo, sisa mangada… Gracias a eso pagan la luz y otros gastos. Así lo contó, tan seguro él, que sabe de esto. ¡Mecagüendiez! Me va a oír la de la bata blanca.
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