Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpáramo.
Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescientas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.
Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.
Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No estaba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siempre, en la cama o arropado con una manta.
Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.
Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Empezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.
Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrícula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.
—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.
“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.
Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corriente de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.
—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bíblias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.
—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.
—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?
Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchísimos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.
A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.
Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mordiscos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluorescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.
Hace 13 horas